miércoles, 28 de noviembre de 2007

Mensaje de morá Claudia Contreras

Corría marzo del año 2003, los alumnos del cuarto básico comenzaban un nuevo año en un colegio nuevo, muy grande y en medio de un paisaje incomparable. Me aprestaba a entrar a una de las clases más numerosas del colegio como la nueva profesora de Lenguaje. Diecisiete caritas miraron con rostros de ¿asombro? ¿sorpresa? ¿curiosidad? a esta nueva morá que no les hablaba en inglés. Aprender de ellos el gusto por conocer, la necesidad de reír y de cambiar de tema abruptamente en cada clase fue un cotidiano en mi vida.

Conocí entonces a un pequeñito que pronto partiría a Miami, Ariel Benhayoun, curioso, alegre y muy buen amigo, reticente a leer cualquier cosa, de gusto literario exigente. La dulzura de Daniela Schwartz fue una cualidad que cautivó mi corazón y creo que, aunque algo incomprendida, su amistad hacía que el curso tuviera un sello particular.
Y también partió de aquí una pequeñita-pequeñita, pero con un corazón muy grande, Agustina Schnitman, devoradora incansable de libros, escritora de poemas y de cartas hermosas. También ese mismo año llegó Noam Heller, una hermosa y exigente gringuita que se esforzó por no hablar en castellano hasta que ya tenía cierto dominio de la lengua. Cuando ya se comunicó en buen castellano, se fue.

Pasó el tiempo y alguien me escribió “tú me quieres y yo también a ti”, siendo esa la frase que mejor resume la relación que he tenido con esta generación. Las ganas de lanzar por la ventana a alguien se me pasaban rápidamente, considerando lo interesados que estaban por aprender, lo entusiastas que eran con los proyectos que emprendían. Nunca se imaginaron los dolores de cabeza que sufría inventando nuevas maneras de evaluar sus lecturas, trazando proyectos locos y a veces casi imposibles, pero que siempre pudieron llevar a cabo.

No hay caso, este curso que agotaba mi impaciencia siempre hacía que los perdonara, que olvidara sus chambonadas y que al irme de la sala me quedara con la alegría de haberles hecho clases.

Y esta generación fue creciendo. Partió Alexandra Fischman, por suerte el lazo nunca se ha cortado. Cómo olvidar su rostro pálido y desencajado cuando yo, muy entusiasmada, leía al curso “El ruiseñor y la rosa”, y mientras el pobre pajarito iba muriendo, la pobre Ale se fatigaba más y más. Pero no se debe olvidar tampoco sus incomparables dotes histriónicas, su capacidad de liderazgo y su habilidad para trabajar en grupo, su preocupación por leer buenos libros y por entender todo-todo lo que estudiaba.

Este año partió Ian, poseedor de una mente brillante. Preocupado de elevar su nivel académico en lenguaje, buscaba cada año una mejor técnica para superarse. Hasta que descubrió que si se hacía el trabajo, lo más probable es que la cosa resultara. Sin duda, hay datos que la madurez nos regala.
Y mis regalones que quedan, los incomparables, los que para mí representan el tránsito de niños a adolescentes, están aquí. No tengo palabras para expresarles el inmenso cariño que les tengo a todos. No saben cuánto he aprendido de cada uno de ustedes.

Chicos y chicas, el cariño que me han dado es inmenso. Ha sido el motor que me impulsa día a día a buscar maneras secretas de acechar corazones esquivos, la luz que me guía hacia sus corazones y un recuerdo permanente de que ser profesora es una tarea de años, que no se mide en resultados inmediatos, sino que busca, más allá de la puerta de salida del colegio, que los niños que un día partieron vuelvan hechos hombres y mujeres buenos a traernos a sus hijos.

Gracias por todo lo que me enseñaron. Los quiero mucho.

Morá Claudia Contreras M.

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